
A principios de la década de los años 40 del pasado siglo XX, Utrera era muy distinta con respecto a cómo la podemos disfrutar en la actualidad. Al igual que pasaba en el resto del país, los durísimos efectos que produjo la Guerra Civil estaban aún muy recientes y cada ciudadano, cada familia, trataba de seguir adelante de la mejor manera posible, pero el día a día no era sencillo.
La Utrera de aquellos años apenas tenía calles asfaltadas, los hogares no disponían de luz eléctrica, se lavaba a mano y los aguadores recorrían los barrios ayudados de sus bestias para llevar el líquido elemento a los vecinos. La ciudad no disponía apenas de sistema de alcantarillado, y la realidad diaria era muy diferente a la que se pudo comenzar a disfrutar a partir de los años 60, cuando todo comenzó a cambiar.
Las familias utreranas que nacieron en aquellos complicados años, en los que además las heridas provocadas por la contienda bélica seguían supurando en ambos bandos, fueron capaces de sobreponerse a todas aquellas dificultades con una receta sencilla, pero al mismo tiempo complicada: con mucho trabajo, optimismo y muchas ganas de mejorar la situación.
Esa es la Utrera que se encontró en su niñez la utrerana Carmen Pérez León, quien nació en una casa de vecinos que se encontraba en plena calle Coronilla. Inevitablemente, al echar la vista atrás hacia los años de su niñez, Carmen recuerda una «Utrera en muchos sentidos triste, en la que había mucha hambre y pobreza, poco trabajo y todo era muy complicado».
Como era común en aquellos tiempos, Carmen formó parte de una familia muy numerosa, ya que su madre dio a luz a un total de doce hijos, de los que dos murieron a edades tempranas. Debido a las dificultades que existían en el casco urbano para criar a una familia tan numerosa, los padres de Carmen decidieron mudarse a «un pedacito de tierra que teníamos cerca del cortijo de El Gallego», donde al menos podían alimentarse de lo que producía la tierra con el esfuerzo y el trabajo de toda la familia.
«Por eso puedo decir que no pasamos hambre, era una forma de sobrevivir», cuenta Carmen, que recuerda cómo la familia al completo se dedicaba al cultivo de productos del huerto o al cuidado del ganado. «Teníamos vacas que nos daban leche y, como mi padre había sido matarife, sabía preparar chorizos y otros productos; en cierta forma teníamos de todo», explica esta utrerana. Allí se trabajaba desde que despuntaban los primeros rayos de sol hasta que se hacía de noche, una situación que provocó que Carmen apenas recibiera algunas lecciones escolares de un profesor que acudía a dar clases a los niños de la zona al cortijo de El Gallego. Sin duda eran tiempos en los que la necesidad estaba antes que la educación académica.
A medida que los hermanos mayores de la familia iban cumpliendo años, poco a poco iban dejando el campo para llegar al casco urbano de Utrera para trabajar en las pocas opciones que iban apareciendo por aquellos años. Esa situación iba a cambiar para siempre la vida de Carmen ya que, cuando sólo tenía 14 años -una edad a la que aún no se podía legalmente trabajar-, comenzó sus labores en el mundo de la aceituna de mesa. Eran años en los que media Utrera trabajaba en la incipiente industria de la aceituna de mesa, ya que en la ciudad había importantes fábricas, que precisaban de una ingente mano de obra que se dedicaba al procesado a todos los niveles de este producto. Un sector que fue crucial para que Utrera poco a poco fuese saliendo de la oscuridad de la posguerra, y muchas familias pudieran mirar al futuro con esperanza.
«A mí me colaron en la fábrica, porque realmente yo no tenía aún edad para trabajar», recuerda Carmen, quien comenzó su andadura profesional como fabricanta en la fábrica de Villamarín, una de las más conocidas que había en la ciudad, junto a otras como La Coduva, Luque o Herrera. Era un trabajo difícil, porque además en aquellos tiempos las instalaciones de estas fábricas no estaban acondicionadas con las comodidades actuales, y Carmen recuerda perfectamente que «me llevaba mi lata grande atún, donde poníamos el cisco para calentarnos, ya que para que las aceitunas y el relleno no se echaran a perder, había que meterlas en nieve y en el interior de la fábricas hacía mucho frío». Una labor que se hacía de manera íntegra a mano y en la que en verano también tenían que lidiar con las altas temperaturas.
Para Carmen, estos años fueron años entrañables, tiempo en el que conoció a muchas otras mujeres con las que aún hoy en día se cruza por la calle y con las que se creó una especie de vínculo que une a todas las antiguas fabricantas de Utrera. Son todas ellas mujeres que en tiempos muy complicados fueron capaces de desafiar la tempestad y enfrentarse a un trabajo muy duro para el bienestar de sus familias.
Nuestra intrépida utrerana, cuando apenas tenía 20 años, se casó con Emilio Rodríguez Triguero, un conocido pescadero que trabajó durante muchos años en el mercado de abastos de Utrera, teniendo tres hijos: Chari, Juan y Emilio. El matrimonio en primera instancia se marchó a vivir a Las Veredillas, para después mudarse a la calle Juan Ramón Jiménez, teniendo siempre como principal prioridad la educación de sus tres hijos. «Con mucha lucha y trabajo, nuestros tres hijos han podido estudiar y dedicarse a lo que han querido», cuenta Carmen.
Esta utrerana, que rebosa alegría y simpatía por los cuatro costados, que es devota junto a toda su familia de Jesús Nazareno y la Virgen de Consolación, no ha dudado en pintarle bellos colores a la vida, siendo una de las integrantes del coro de adultos que durante tanto tiempo ha dirigido en Utrera el artista David Gutiérrez. En definitiva, una utrerana ejemplar, una mujer que nació en uno de los momentos más complicados de la historia de España, pero que tal y como ha ocurrido con tantas personas en nuestro país, fue capaz de con su trabajo, y siempre con su sonrisa, de poner de sobra su parte para que comenzaran a cambiar las cosas y que las generaciones que vinieron detrás, pudiesen disfrutar de tiempos de bonanza.